«En la búsqueda» sería una de las frases que con ahínco percibo en los consultantes que acompaño. En la búsqueda de más dinero, más amor, más poder, más espiritualidad… y esa frase persistía en mí cuando recién inicié el Diplomado en Arteterapia: quería <<tener más>>, más claridad sobre seguir un camino u otro, al final de cuentas -más de algo-.
Ese «más» que muchas veces me mueve de manera insistente hacia estados de mayor placer y que, en muchas ocasiones me ha dejado atascado en conductas compulsivas productoras de sensaciones de satisfacción. Ese «más» que es insaciable debido a que no se puede satisfacer totalmente una necesidad con un sucedáneo. Ese «más» que, en muchas ocasiones intenta satisfacer el vacío que dejó el paraíso perdido, ese paraíso perdido que puede interpretarse como la pérdida del ambiente intrauterino, la ausencia de un vínculo profundo, la desconexión con nuestra esencia en los primeros años de vida a causa de mecanismos de socialización o la desconexión con la fuente original al momento de encarnarnos. Ese <<más>> que en repetidas ocasiones empaña la verdadera búsqueda y que al menos a mí me hace perseguir ilusiones para intentar saciar necesidades que en muchas ocasiones ni son conscientes ni reconocidas, como me sucedió cuando comencé el camino de la arteterapia.
La búsqueda entonces se convirtió en una alienación que me obligaba a ir hacia fuera, me condicionaba a buscar afuera lo que esencialmente esta adentro. Y ciego a esta premisa, iba módulo tras módulo, sesión tras sesión, avanzando gustoso por el “camino amarillo” hacia la ilusión; como el conejo que corre tras la zanahoria que se le pone delante con una cuerda, creyendo que al final del camino obtendría la respuesta al dilema inicial: seguir en la psicoterapia o concretar el sueño de incursionar en la moda.
De manera ingenua pensé que al final del recorrido obtendría aquello que iba buscando, sin saber que el recorrido mismo me mostraría que el dilema era yo, que el exterior sólo es un reflejo del interior, que como es adentro, es afuera. Poco a poco dilucidaba que me había estado viviendo entre lo que se debía hacer y lo que quería hacer; entre lo luminoso y las sombras que se escondían detrás de la apariencia, entre lo que se me había prohibido y entre lo que más deseaba: ahí estaba el verdadero dilema. El problema no era elegir un camino u otro, el verdadero problema era no haberle dado voz y movimiento, forma o color, vibración o tono a aquello que desde un inicio pulsaba en mí y que por no ser rechazado oculté en las profundidades, dejé olvidado y decidí no escuchar. Aquello de lo que me olvidé en el camino por el deseo vehemente de «querer más» creyendo que con el <<más>> se saciaría la insatisfacción interior.
En el recorrido, encontré maestros disfrazados de compañeros de periplo, de cocineras bondadosas, de docentes internacionales o maestros camuflajeados de mediadores artísticos y que reiteradamente me invitaban a preguntarme: «¿QUÉ SE REVELA DE TI?» mientras te mueves, mientras pintas, mientras dramatizas o desdramatizas tal o cual situación. ¿QUÉ SE DESCUBRE DE TI mientras trabajas con barro, te disfrazas de mago, charro, arlequín o payaso? Hoy esas preguntas me siguen acompañando no sólo en mi proceso de autodescubrimiento sino como herramientas poderosas para confrontar y ofrendar a los que llegan al consultorio con dilemas similares como con el que llegué a la formación y que, sin duda removieron, como las olas remueven la arena, aspectos sutiles de los que no había sido consciente.
El mayor descubrimiento fue que en el camino hacia la adultez, me había olvidado de bailar, de gozar, de reír, de asombrarme, de correr sin sentido o de bailar sin pretender algo. De romper papeles o de interactuar con muñecos de peluche, me olvidé de ser niño y con ello de las cualidades esenciales de todo niño: vivir en el presente, conectado a las sensaciones de mi cuerpo, con la capacidad de asombro y en contacto con mi sabiduría. Me olvidé por completo de aquello que me gustaba ser y hacer para convertirme en aquello que se me exigía, olvidé por completo lo que era simplemente SER.
Muchas veces el pretexto fue una nariz roja, en otras bastaba una pieza musical, no podía faltar el barro y mucho menos las crayolas o las pinturas acrílicas para extraer de mí aquello que había dejado en el olvido. En una ocasión bastó un rollo de papel de baño para mostrarme lo insípida que es la vida cuando se piensa; la vida se siente, no se piensa… la vida se vive. Hace 2 años, sin pensarlo y bajo el pretexto de estar en medio de una encrucijada, comencé un periplo que creyendo que revelaría una simple decisión, desmanteló una serie de contracturas anidadas en mi sexo, en mi cuerpo, en mi pecho, en mi mente que impedían escuchar las pulsiones internas, que como un corazón latiente me susurraban al oído: “dignifica tu fuerza expresiva y reconoce compasivamente el sometimiento adquirido, tu saber comportarte, tu moldeamiento involuntario a un sistema que te han llevado a definirte como un ser domesticable, predecible y manipulable”. «Dejar de definirme» ha sido el tesoro encontrado en la búsqueda que, de no habérmelo permitido, habría perpetuado la creencia de que soy un ser estático, inmóvil. Es errático ceñir el potencial en reducidas etiquetas; en definitiva, soy todas las posibilidades que la imaginación pueda crear. He comprendido que en un instante puedo ser un gurú poliglota, un samurái, un mono salvaje, una reina con tutú o un mariachi loco.
Así es que el dilema inicial sólo era la manifestación de la contradicción y división interior, era un síntoma de la desconexión con la creatividad divina. Comprendí que vaya a donde vaya, la creatividad me acompañará cada que la invoque, una vez que hay una conexión genuina, ella nos acompaña a todos lados: en la moda, en la terapia, en la literatura… ahí donde haya algo que transformar, ella estará fielmente esperando a que demos el salto.
Psic. Saúl Carro
Especialista en Familia y Pareja