Fue hasta hace poco que pude contactar con una sensación prolongada de calma, y aunque de repente me invade el miedo por extraviarla, quise a manera de recordatorio dejar evidencia del cómo cultivar ese estado de sosiego.
Por mucho tiempo había estado en la carrera por conseguir insignas: el mejor promedio, el mejor puesto, el mejor sueldo, el gadget más moderno, la mejor empresa, el mejor viaje, la mejor pareja, convertirme en el mejor terapeuta. La inercia me impedía detenerme un momento y reflexionar sobre el «¿para qué hago lo que hago?».
El CAE se convirtió en el escenario perfecto para tomar distancia y observar desde afuera las conductas repetitivas e impulsivas como la de «ser el destacado de la clase» que, de no haber comenzado la formación en Arteterapia no la habría percibido como compulsiva. Ocupo el término <<compulsión>> porque toda conducta compulsiva cumple con ciertos criterios: se repite en diferentes ámbitos, surge bajo un impulso vehemente y de no hacerla surge una sensación de incomodidad o inquietud.
Es más sencillo detectar compulsiones enjuiciadas como dañinas: morderse las uñas, consumir algún tipo de sustancia, comprar impulsivamente, jugar en los casinos, tener hijos perfectos, cortarse, ver pornografía… sin embargo, la compulsión que describo es, hasta cierto punto, «bien vista» e incluso aplaudida en algunos ámbitos. Es oportuno destacar que detrás de toda conducta compulsiva existe una necesidad profundamente arraigada, encubierta, mucha veces inconsciente y sobre todo acompañada de dolor, culpa, malestar y hartazgo.
Desde que recuerdo he tratado de distinguirme en el área académica. Me recuerdo casi siempre sentado en los pupitres de enfrente y levantando la mano para responder a lo que los profesores preguntaban. Siempre leyendo, investigando para tener las respuestas, conquistando territorios académicos en los que posiblemente pudiera resaltar. Muchas veces he sido aquel personaje incómodo que recuerda al docente la entrega de la tarea, del proyecto o peor aún, intenta tener el mejor promedio, la mención honorífica. Esa actitud persistió hasta hace algunos meses sólo que se había vuelto más especializada.
«¿A caso no te das cuenta de tu insistencia en intervenir?» -dijo una persona en el grupo-. Un tanto molesto y para mis adentros, yo creía que ella no estaba valorando mi forma de enriquecer al grupo. Pero no hay peor ciego que el que no «puede» ver… y sin duda, era para mí una ceguera manifiesta: era incapaz de ver esa conducta insistente. Pero… ¿qué habrá detrás del anhelo o deseo de ser un alumno de excelencia?, ¿para qué querría de manera persistente tener la atención de la audiencia con mis «flamantes intervenciones» o comentarios atinados?, ¿para qué conquistar el territorio académico?
El AMOR es la respuesta… dentro de la familia, cada hermano desarrolla ciertas estrategias para acceder al recurso más valioso en el sistema familiar: el amor de los padres. Hay estrategias muy sofisticadas: algunos ayudan de más, otros siguen las reglas, unos más se vuelven la perfección andante o seductores empedernidos, algunos se vuelven indispensables, el alma de la fiesta, salvadores, conquistadores, otros más se convierten en creativos, rebeldes o destacados de la clase. Cualquiera que sea la táctica detrás de ella se esconde una necesidad asociada con el amor.
Para intentar satisfacer la necesidad infantil de ser visto, reconocido, amado, desarrollé como estrategia la de volverme el intelectual, tratando de estudiar lo de vanguardia, intentando alcanzar la perfección, invirtiendo la mayor parte de mi energía vital no sólo para sostener una imagen, sino para reprimir y negar todo aquello que iba contra aquella imagen. Parte de mi energía vital se consumía en la apariencia, en el <<intento de parecer>>. Posturas corporales acompañaban ese afán: hombros rectos, barbilla levantada, piernas firmes, hombros anchos y una férrea intención para sostener esa postura que al paso de los años ha cobrado un precio alto: cansancio profundo y un desgaste intenso que impide vivir.
El día que fui consciente, que puse atención y que sobre todo pude ver mis afanes, comprendí que detrás de aquel anhelo se escondía una profunda sensación de desvalorización y falta de valía. Entendí que toda conducta exagerada servía para compensar la sensación de insuficiencia experimentada en la infancia y reforzada en la adolescencia. El cansancio era tal, que terminé por rendirme sabiendo que nada de lo que hiciera llenaría la sensación generada en los ayeres. Al final, nada sería suficiente; por más insignias que colgara en la pared, el vacío no menguaría.
La ACEPTACIÓN fue el acto que me regresó la calma prolongada: no había más que demostrar, nada más que aparentar y paradójicamente al dejar de luchar e insistir, fui recuperando la energía vital. Hoy, poco a poco me doy cuenta que al explorar los orígenes de las llamadas compulsiones y su naturaleza, puedo cultivar cierta claridad respecto al preguntarme ¿para qué hago lo que hago?; y sobre todo me ha otorgado ciertas pistas para continuar poniendo atención a aquellas conductas compulsivas que gritan (un tanto silenciosas) las necesidades no cubiertas de mi infancia, y que impiden conectarme con aquella sensación de sosiego de la que hoy puedo disfrutar.
Psic. Saúl Carro
Psicoterapeuta Gestalt.
Especialista en Familia y Pareja.