Y con todas las experiencias que he vivido, es la música quien toca con sutil armonía mis escondrijos. Un tal «Tchaikovsky” y la Suite Mozartiana extendieron cada nota, cada ola, cada partícula de sonido hasta abrir de par en par mis puertas y ventanas.
Estaba ahí como casa antigua a la orilla del mar, como risco, como jardín, como faro recibiendo en ocasiones la brisa suave ¡ah! es que la brisa se convierte en goterones, los goterones en oleaje y el oleaje en lanzas imposibles de esquivar.
Fuimos dieciséis dentro del barco remando con brazos extendidos, hundiendo uno a uno los silencios. Movimientos de pincel al aire siguieron el compás de las cuerdas y entre cuerdas, olas. «La respiración me falta, aprisionada por el mar contra el risco, desespero» ¿Cómo es posible? El ritmo del mar dentro de la música, la música y el mar en mi interior.
Convertida mi carne en queso gruyere y con corales por huesos sigo las instrucciones de la capitana. Sin posibilidad de aterrizaje navego hacia dentro hasta encontrar los ojos brillantes encadenados a las paredes del inconsciente. Destemplada, vulnerable. Mi pecho resiste y olas se aproximan «¡Por Dios que ya termine, de un viaje tan profundo se regresa con el alma despoblada!»
Vienen de nuevo y me desprendo, las olas golpearon mi pecho hasta convertirlo en mar después, no supe más…
El mar no tiene puertas y si las tiene
¡Qué gigantes ellas!
La música no tiene puertas y si las tiene
¡Qué gigantes ellas!
Las puertas no tienen puertas y si las tienen
¡Qué gigantes ellas!
Texto: Isis Guadarrama
Inspirado en: Taller de Musicosophia
Facilitadora: María Karenina González