Tengo miedo a mostrarte lo que soy, porque quizá no te guste y es lo único que tengo…
¿Cuántas veces has dejado de ser o hacer por miedo al qué dirán?
Este cuestionamiento me hace reflexionar sobre todas las veces que por miedo a ser criticado, enjuiciado, excluido o rechazado, he dejado de hacer lo que quiero o peor aún de ser quién soy. Eso me invita a cuestionarme ¿Cuántas veces he dejado de expresarme y no exponer mis ideas o propuestas debido al miedo? La respuesta es «muchas veces».
¿A qué se debe este miedo en ocasiones irracional? Cuando nacemos, somos incapaces de atender nuestras necesidades y dependemos de los otros para sobrevivir, específicamente de papá y de mamá; así es que vernos rechazados por ellos o por nuestra familia, equivale a morir. Por ello nos «ajustamos» a las necesidades de la familia haciendo ciertos pactos inconscientes con tal de ser parte. Todos queremos pertenecer y hacemos hasta lo imposible para hacerlo. Recuerdo escuchar a varios consultantes decir: «con tal de no dar problemas, me quedaba callada», «para no hacer enojar a papá, era muy buena», «para que mis papás no pelearan, yo los entretenía», «comprendí que tenía que ser muy servicial para que me amaran».
Esta condición de rechazo está grabada en cada célula y representa un miedo (o más bien un terror) ante la posibilidad de ser excluido.
«¡Nadie quiere estar en el rincón!»
Alain Vigneau, facilitador del sexto módulo de Arteterapia.
Él haciendo dupla con el clown como mediador, hizo énfasis en que el miedo más grande extendido por toda la humanidad es la fantasía de ser excluidos. El encuentro con Vigneau me hizo recordar mis clases de bioenergética, en las que se hablaba de estrategias de adaptación. Toda la creatividad del niño o la niña se centra en reprimir o negar incluso inmovilizar la energía vital destinándola a estructurar una máscara, una fachada, un personaje, una coraza que responde mediante acciones permitidas, adecuadas, aceptadas con la única finalidad de ser «bienvenidos» por las personas significativas y tener un «buen lugar» en la familia.
Todo aquello que un niño o niña hace (o no) frente a la represión, va distanciándolo de su ser real. No es un proceso sencillo, primero hay resistencia, luego insistencia, pero al final el ser sucumbe, se doblega frente aquello que percibe como -autoridad- hasta finalmente olvidarse de sí para identificarse con aquella coraza que podemos distinguirla por su aspecto compulsivo y mecánico.
Así, nos desconectamos de lo que somos elaborando una pseudo identidad, invirtiendo nuestra energía vital en construir una imagen para ser bien acogidos por nuestra familia. El riesgo: alejarnos de nosotros mismos y olvidarnos de quiénes somos. Y es que el miedo a la exclusión nos conduce de una manera muy arcaica a la muerte simbólica y para no ser excluidos o rechazados, dejamos de disfrutar, de gozar, de ser espontáneos, dejamos de asombrarnos, de ser creativos; de ser esencialmente lo que somos para convertirnos en lo que se espera que seamos.
El clown como mediador me sigue asombrando. Comprendí que es una herramienta, una vía que nos invita a recuperar lo perdido, lo arrebatado, nos invita a la reivindicación; y a través de la máscara más pequeña del mundo; «la nariz roja», retornar a lo esencial.
Hace días puse atención en un niño de aproximadamente 5 años, fue en una actividad de danzas africanas. Mientras que al resto de los participantes nos costaba trabajo exponernos, aventamos, atrevernos incluso mostrar el gozo; éste pequeño se dejó experimentar, descubrir, asombrarse por el ritmo de los tambores y nos regaló una gran lección; y es que no sólo están los niños que bailan, también los que juegan con lodo, tierra o arena sin miedo a ensuciarse; están aquellos que en medio de la lluvia gozan y ríen, aquellos que frente a un charco de agua se dejan experimentar muchas posibilidades y recuerdo la frase de quién nos guió en esta sesión «la infancia acaba cuando un charco de agua deja de ser una oportunidad para convertirse en un problema». Y es que el clown es precisamente como un gran charco de agua, nos permite entrar en contacto con nuestra infancia, para bien o para mal.
Por ello, la intención del arteterapeuta es proponer escenarios o «producciones» (como se describe en la metodología del clown) para atravesar, explorar y disolver lo repetitivo, lo mecánico, lo estructurado. Este módulo sin duda se convirtió en un ritual de liberación. Recuerdo conmovido las frases que le dije a mi niño interior: «No hay nada malo en ti, todo este tiempo has estado apretado, enjaulado, tratando de ser lo que otros quieren que seas (desde la conciencia infantil). Hoy te libero, hoy puedes mostrarte tal cual eres…»
Pero entonces ¿Quién había sido hasta antes de esta sesión? Había sido el resultado de los condicionamientos ejercidos durante mis primeros años de vida que desembocaron en un terror de ser yo. Durante todo este recorrido, el trabajo ha consistido en dejarme sentir el miedo que mi niño sintió, de mirar su vergüenza y su contracción, en legitimar y dignificar sus sensaciones, sus sentimientos en lugar de guardarlos, negarlos o reprimirlos (como lo había hecho ya por varios años) y así darme el derecho de vivir aquello que por miedo no viví, logrando un acto de recuperación de mi esencia, regalándome la oportunidad y darle cabida a aquello que me fue prohibido, aquello que por circunstancias no pudo ser. Me devuelvo y le devuelvo a mi niño el permiso de «ser» y al liberar la energía que se había inmovilizado o negado, puedo conectar con la alegría, con la creatividad, con el gozo, el placer, la espontaneidad, la capacidad de asombro e incluirla a mi vivir diario, a mi ser adulto; poniendo la energía de la infancia al servicio de la conciencia adulta. ¿Para qué?
– Para vivir desde lo auténtico, lo genuino, lo esencial. –
Por Psic. Saúl Carro. Psicoterapeuta Gestalt y Corporal. Especialista en Familia y Pareja.