Un grito abre la tierra, es el grito de una esposa, de una madre, de una hija, de una hermana cuyo dolor apaga el fuego. Se ha marchado y su recuerdo reflejado está en la cara pequeña del hijo que deja, en la bruma de los ojos que le amaron, en el agua turbia que resbala sobre las mejillas.
En medio del círculo se encuentra sostenida por el abrazo corazón mientras el azul cielo grisáceo le mira. Música, llanto, gemidos, dolor y el cuerpo reblandece en suaves movimientos.
Las olas azotan estrepitosamente la orilla de su mar, su mar se ha encendido con rojo sangre, su sangre se divide, se diluye. El padre se aleja y ella encoge, se acoge en los brazos marinos, en el tinta pulpo, en la escama sirena y una sirena se escucha.
Sus rizos parecen sobrepuestos y desprendida de la vida, ahora sin el que fue su vida vive sin entender la muerte. Sin saber que muere en cada instante, en cada día. El tiempo no es otra cosa que la agonía de la muerte, ¡No muere quien no vive y no vive quien no muere! Pero eso no importa cuando se ama, cuando se mira la propia imagen a través del otro. Cuando se altera la respiración con la presencia y la ausencia recuerda la importancia de la presencia.
Absoluto desprendimiento mortal atrapado en notas musicales, en notas bucales, en notas que notan el desenlace. El final posterior a un final diagnosticado no es el mejor final, pero finalmente, termina.
Dificultad para respirar vida, ¿qué hace la muerte sonriendo entre nosotros? ¿qué hace sujetando una tela? ¿qué hace guiñando el ojo? La muy maldita cree haber pagado la colegiatura y sentada frente a la chimenea observa la tragedia convertida en jolgorio y la esperanza de la desesperanza.
Lentamente y bajo luces tenues el telón se cierra, todo regresa a su lugar, manos y pies apresuran el paso para un nuevo episodio de esta vida en la que todo el mundo, CAE.
Por Isis Guadarrama