Comparto mi experiencia Clown, con Alain Vigneau. Me acerqué al Clown por la apasionada recomendación que Iliana Macedo me hizo de esta herramienta terapéutica, aunque —para ser exactos— fue una entrevista de esas de a deveras que escuché de Alain lo que atrapó mi atención. Él habría expresado con mucha honestidad en la entrevista, la infancia de dolor que vivió y sus procesos de sanación. De ahí que, al poco tiempo de escucharlo, me encontraba en el CAE tomando el curso de Clown Esencial.
Desde el inicio del curso Alain puso —no sus ojos amorosos y expresivos— sino su nariz en mí. Nariz entrenada, pareciera, para cazar al ego más escurridizo, y que —en mi caso— atrapaba al aire cada neurosis asomándose en los pasillos, el comedor, tras el vestidor o en el salón. Esa extensión agudísima de su rostro me acompañaba con suave firmeza a la vez que retocaba mis impulsos insanos en la compañía generosa y contrastada de mis compañeros. Por supuesto, mi ego se resistió a su retoque. Quise gritar, abandonar el curso, exponer “la magnífica persona que yo era” pero en su lugar asentía con la cabeza y en varias ocasiones lloré. Como en un juego de magia (de Clown) fui entendiendo la verdad. Mi niño interior estaba muy lastimado. Herido de muerte. Y yo, con mi cara de lo puedo todo lo llevaba oculto como una vergüenza. Vaya engaño. Mi niño se mostraba a cada oportunidad con rebeldía. Y, por supuesto, para Alain y para el grupo era evidente.
Desde que te vi, me dijo, supe que fuisteis un niño violentado. Lo comenté con Renata. Y ahora que nos decís la manera en que te golpearon en tu infancia, todo se aclara. Tu niño necesita revancha, recuperar el espacio que le fue negado. Hay en ti un grado de agresividad que busca reintegración de la infancia pérdida. Llegasteis al comedor del CAE, más bien irrumpisteis, y luego de presentarte me pedisteis sentarte a cenar a mi mesa, era apenas el primer contacto y te sentisteis con el derecho a tomar mi espacio como propio. Interesante. Tu neurosis te lleva a quererlo todo. No tenéis límites. Nada te es suficiente.
A la distancia, me doy cuenta de que la persecución psicológica y violencia que viví en mi infancia pudieron secar mi inocencia al grado de la psicopatía o la muerte. Pero también entiendo que hay algo de divino en nuestra niñez que nos salva. En mi caso fue la imaginación y el juego. Aquel niño que yo era insistió siempre en imaginar otros mundos. Por las noches, dormía en la cubierta de un barco y la brisa le golpeaba la cara. Durante el día recorría ciudades y le daba un color distinto a cada una. Tenía miles de colores para adornarlas y para adornar sus miedos. Por fortuna, había en esos años mucho tiempo para jugar. Montaba enormes granjas en el patio de la casa que se extendía a las lomas cercanas. Cuando los animalitos de plástico se le agotaban usaba como ganado vidrios que recolectaba de las calles y orejas de tasas como caballos. Qué tiempos aquellos. Ahora, después de 50 años, empiezo a recuperar esos recuerdos perdidos cual objetos pequeños y en cada uno de ellos veo la imagen de quién venía yo destinado a ser. Ese niño que en la adultez se permite vivir viviendo.
Cuanta razón tuvo la nariz de Alain. Me enseñó a través de algo parecido a tutelas sin palabras a observarme, recordar mi voz corporal y escuchar a aquel niño que pensaba por sí mismo, que pedía nada de la vida salvo todo. Al final del curso, le dije: Alain, me ha ido tan mal yéndome tan bien. No, me dijo, te ha ido tan bien yéndote tan mal.
Por: Alejandro Zúñiga de la Toba