Llevo un tiempo revisando el tema de mi papá, de su presencia ausente en mi vida, y cómo ese factor ha sido una fuerza importante en mi búsqueda por diferentes caminos y por supuesto, relaciones. Identificando la parte que sigue reproduciendo lo que admiro en él, o lo que inconscientemente creo que me acerca a él si hago las cosas a “su manera”, bajo sus ideales dictados. Le escribí unos días antes de su cumpleaños, y cuando hablamos por teléfono me dijo que no me olvidara de hacerle un dibujo. Esto me transportó a mi infancia, en la que mi modo de expresar el cariño a mi familia y amistades era a través de cartas o dibujos, cosas hechas por mis manos. Sé que una forma “más adulta” de regalar sería comprándole algo que necesite o que sea materialmente valioso, pero nunca sé que regalarle a él en particular; ya me parece alguien que necesita poco…
El día de su cumpleaños escuchaba el audiolibro de Vida de Clown de Alain Vigneau, y en el primer capítulo Las Tierras del Cielo, me conmovió profundamente oír la forma en que expresaba el amor hacia su madre, desde los ojos del niño que no tiene ninguna reserva al reconocer la totalidad que representa ese vínculo y el lenguaje que les hace comunicarse de forma singular, única: un círculo enorme y a la vez muy estrecho donde no cabe nadie más. Con esta emoción, me puse a hacer el dibujo sin mucha idea de lo que haría.
Escuchando, dejo que vengan a mí las formas que quiero plasmar en la pintura. A la par venían a mi mente, momentos que compartí con mi padre y que de muchas formas prevalecen hoy en día. Lo curioso, es que son momentos acompañados de arte. Él me transmitió el amor por la música latinoamericana, la trova y las canciones de protesta porque esas eran mis canciones de cuna. También el gusto por las letras, porque a través de él escuchaba cuando yo aún no podía leer. Siempre alentó estos gustos, regalándome libros, teniendo música en casa, trayéndome un poco del arte que hacían en las comunidades que visitaba. Todas estas fueron impresiones a través de imágenes, vibraciones [del sonido], texturas, colores, que forman parte de mi imaginario, de mi estética y de la creatividad a la que puedo acceder. Lo que me hace reflexionar, o recordar, que la familia también es transmisora de cultura, la educación artística, nuestras tendencias estéticas y filosóficas nos son dadas por los gustos de quienes nos cuidan, no como un mandato del deber de ser cultos/as, sino porque el arte nos vincula a través del disfrute. Nos otorga la posibilidad de conocer la sensibilidad de las demás personas, cuáles son sus ideales, qué ama, qué repudia, qué permite entrar en sí, cuál es el alimento inmaterial que su alma prefiere. También me doy cuenta que se ancla la experiencia del compartir, porque el lugar de encuentro es un espacio no cotidiano, extraordinario y evocativo. Esto lo percibo como algo muy hermoso, un regalo de la sensibilidad para dotar a nuestras experiencias un componente sutil, tal vez superior o muy profundo y también el arte como un antídoto para las “ausencias”, y como lugar al cual acudir cada vez que quiera encontrarme con los recuerdos de lo que sí hubo.
Por: Mariana Salgado