En estos meses de confinamiento, el niño que todos llevamos dentro sale a flote. Aunque el adulto se desconcierte, así es. Sucede ante un cambio abrupto de tal naturaleza, donde la rutina cambia de un momento a otro, donde quizás se marca el fin de proyectos, empleos, mudarse de casa, o estar en la incertidumbre genuina de qué pasará.
En estos momentos, se aviva el miedo, esa emoción que se lucha por no sentir. Todo por pensar que sentirlo nos devalúa como seres humanos, viendo la ausencia de miedo como sinónimo de fortaleza. Sin embargo, es una oportunidad enorme para mirar de frente a este miedo de forma genuina, que tal vez está pidiendo salir a gritos. Cuando niños, generalmente se nos enseña a no tener miedo, que no tiene sentido experimentarlo. Independientemente de la edad que se tenga, ese niño sigue ahí y lo sigue sintiendo de igual forma.
Si ponemos atención y observamos a un niño pequeño, podemos mirar cómo, cuando siente cualquier emoción, ya sea tristeza, enojo, alegría u otra de la cual tal vez no haya un nombre para catalogarla, el niño la siente, la expresa, ya sea por medio de llanto, distanciamiento, búsqueda de un abrazo o quedarse mirando fijamente algún punto. ¿No les ha pasado alguna vez que sienten ganas de buscar eso mismo siendo adultos? La diferencia es que lo pensamos dos veces antes de pedirlo o expresarlo, según sea el caso, porque ya somos adultos y como tal, hay que resolver… pero de sentir, ¡ni hablamos!
El niño, luego de sentir esta emoción que se presenta, al ser completamente genuina, independientemente de qué la gatille, se calma, pasa la página y hace otra cosa. Sigue en el presente. Ese presente tan famoso del que quizás muchos hablan pero pocos se permiten vivir. Generalmente, no sabemos cómo reaccionar ante una sensación incómoda o una emoción muy fuerte, porque como adultos eso lo dejamos para después; al contrario de un niño, que lo ve como primordial: siente, no se juzga, y sigue adelante. Si simplemente nos permitimos sentir lo que sea que surja, estaremos escuchando a nuestro niño. El reto, muchas veces, es no juzgarse después. Y aunque no hay una receta que nos diga cómo evitar el juicio para permitirnos sentir y experimentar lo que sea que surge, a nivel mental, emocional y físico, a través de pensamientos, ideas, emociones y/o sensaciones, el primer paso es darse permiso, sin olvidar que la práctica hace al maestro.
En este escenario de cuarentena, donde la vida nos hace una invitación a mirarnos con el pretexto de estar encerrados en nuestras casas, nos permite no escapar de nosotros con la misma facilidad. Lo llamo pretexto porque muy seguramente, más de una vez nos percatamos de ciertas necesidades, pero al estar “ocupados” en las diversas actividades, no las vemos. Quizás este tiempo de cuarentena, que a todos nos ha movido planes en cualquier ámbito, sea una oportunidad que presenta la vida para permitirse volver a ser niño, sin considerarse infantil, sino un adulto más completo.
Si se tiene la oportunidad de convivir con un pequeño de tiempo completo, están enfrente de un espejo para mirar cómo está su niño interior. Lo que permiten y lo que no con él o ella, es lo mismo que se permiten y no a sí mismos. Si no tienen la oportunidad para convivir con un pequeño de tiempo completo e identifican alguna cuestión tanto incómoda como agradable, pueden darse como regalo permitirse ser. Así se permitirán más ser su niño, nuevamente. No es que haya una receta, pero insisto, la práctica hace al maestro.
Esta cuarentena nos invita a tener un encuentro con nosotros mismos, una invitación a ser niños de nuevo, tener esa confianza en la vida del día a día, sin preocuparse por el mañana, y confiando en lo que sí se tiene hoy. Claro, como adultos hay un rol que cumplir, pero es decisión de cada uno darse permiso de dejar entrar a esa parte que está con nosotros hasta el último día de nuestra vida, nuestra parte más sabia y de fe, nuestro niño interior.
Por Irma Aguilar Luna