“No todo el mundo tiene un don natural para a la escritura”, es lo que escucho de las personas cuando se enfrentan a un ejercicio de escritura en los espacios terapéuticos que ofrezco. Y vienen a mi memoria varios de los momentos en los que escuché durante mi vida “no eres buena para eso”, “haz algo que te dé de comer en el futuro”, “nadie se ha hecho rico haciendo eso”, “no desperdicies tu tiempo en esas cosas”…. Y así, podría continuar con varias frases más. Hemos interiorizado esos mensajes y nos hemos adjudicado esa “falta de talento”.
“Hasta que no hagas consciente lo que llevas en tu inconsciente, este último dirigirá tu vida y tú le llamarás destino”.
Carl Jung
El ser humano ha necesitado expresarse, de diversas maneras, desde el principio de los tiempos. Desde la infancia juega con las palabras. Los niños han aprendido de sus modelos adultos a imitar sonidos y más adelante a crear a través de su propia experiencia, el mundo que les rodea. Cuando un niño descubre la escritura, en el modelo Montessori se llama “explosión” a este proceso, imagino que será así como lo vivimos todos los niños y niñas cuando nos damos cuenta de que, la escritura es un modo profundo y poderoso de entender y procesar nuestro mundo interior.
A una persona, sólo hay que decirle “había una vez…” e inmediatamente vienen a la mente un montón de maneras de continuar esa frase, el narrador cuenta lo que siente, a través de un personaje que pone “afuera” y por medio de este, se atreve a hacer y decir muchas cosas que en la vida real quizás no. El objetivo de la escritura terapéutica no es demostrar las habilidades literarias de las personas, ni mucho menos. Se trata más bien de un medio de auto-exploración y expresión personal.
La escritura ha sido utilizada como un medio para la expresión emocional a lo largo de los siglos, y para muchas personas parece seguir siendo uno de los lenguajes que permite mostrar sentimientos no expresados e inexplorados, y ¡nos sorprende!
Muchos, por ejemplo, con ella podemos sacar las cosas fuera de nuestra cabeza, ver lo que nos sucede desde otra perspectiva o exponernos a recuerdos que nos han sido difíciles de mirar. Que podamos expresar de forma significativa, a veces silenciosa, a veces compartida, todo aquello que no sé o no he podido expresar en voz alta.
La escritura terapéutica además es rica en experiencias: cuando trabajo con escritura en alguno de mis talleres, trabajo con diferentes actividades “detonadoras” que nos permitan entrar en el cuerpo, habitar la experiencia presente, dejar que rodee a cada uno de los participantes la energía del grupo, lo que se está generando en cada encuentro, que nunca es igual… por eso es fascinante ver cómo se construyen los tejidos en los grupos, cada encuentro tiene su propia personalidad, sus cualidades, cada día los participantes llegan con una experiencia diferente. Puede haber quienes llegan cansados, otros tristes o decepcionados de lo que les pasó antes esa mañana, o el fin de semana que acaba de pasar, o quizás llegan eufóricos y alegres porque recibieron una noticia que los llena de felicidad… o frustrados porque aparentemente hoy “se levantaron con el pie equivocado” y todo va saliendo “mal”.
Y así, dependiendo de lo que cada uno trae consigo, en el “aire” se mezclan todas esas energías y el grupo se va moviendo hacia donde orgánicamente necesita ir, hacia donde intuitivamente sabe que quiere ir… y entonces sucede, empezamos a escribir la experiencia, y no ha habido vez que los participantes mismos, no se sorprendan de sus creaciones y de las de los demás. Muchas veces dicen “pero no sé cómo salió esto”, o “yo no sé escribir así, no sé qué pasó”. La escritura permite hacer un cierre muy gozoso a las experiencias grupales, acompañando a otros mediadores artísticos, como puede ser la danza, las artes plásticas, el teatro, etc. La escritura es en sí misma un medio de sanar, a través de nombrar y validar lo que vive en mí.
«Hay medicina para nuestras almas, ser escuchado es ser sanado, ser escuchado profundamente, es ser sanado profundamente”.
Mike Boxhall
Y cuando escribimos, somos escuchados, primero por nosotros mismos, y luego, al compartirlo, por los demás.
Y resulta que puede manifestarse a través de distintos géneros y estrategias: la escritura autobiográfica, el diario, las cartas, los cuentos maravillosos, la poesía, la creación de personajes, la escritura dramática, etc.
Algunas personas prefieren no compartir sus producciones escritas, y nunca hay que forzar a nadie a hacerlo. Yo siempre trato de animar, más no de empujar o presionar a los participantes para hacerlo. Sin embargo, les digo que compartirlo es importante para poder jugar a transformar los textos en diferentes versiones, haciéndolo en parejas o en triadas, o simplemente para indagar un poco sobre el texto producido, dejándonos saber ¿qué se revela de mí en este escrito?
El objetivo no es producir una obra de arte literaria. Mucho más importante que eso es la expresión emocional que hay debajo, independientemente del estilo de escritura o el contenido.
Quiero compartir contigo una de las creaciones que “surgieron” en uno de los módulos del Diplomado, con nuestra amada maestra Zulema Moret, quien dejó en mí una huella invaluable para seguir profundizando a través de la escritura:
¿QUIÉN SOY YO?
Es difícil saber quién soy yo,
cuando existo de tan diferentes maneras,
en tantos lugares
en tantas miradas.
Siempre buscando encontrarme
en la respuesta de los demás,
en el reflejo del agua,
en la silueta perfecta,
en la sonrisa dispuesta,
en el sentir de mi cuerpo
cuando la copa se llena y rebosa,
cuando veo un pedacito del cielo.
En la tristeza que me habita,
en las gotas de aceite de lavanda,
y en el descanso, que poco a poco
se asoma tímidamente y deja llegar
la gratitud de no saber quién soy.
Vacío, posibilidades, amor.
“La escritura es una forma de terapia, a veces me pregunto cómo hacen todos los que no escriben, componen o pintan para escapar de la locura, melancolía, el pánico y el miedo que es inherente a las situaciones humanas.”
Graham Greene.
Por Adriana Romero