Esta fue la primera frase que retumbó en mi cabeza con el teatro terapéutico… fue la puerta que mi mente necesitó abrir para darse el “permiso” de jugar, de transgredir, de atreverse…
«A través de la locura, se puede hacer arte»
decía Néstor Muzo, nuestro querido maestro de Teatro. El teatro nos sirve para canalizar y expresar lo que hay dentro de nuestro, para saber más de nosotros, ¿pero cómo sucede esto? Para mí, desde el primer momento fue sumergirme en un mar profundo, desconocido, temido y… ¡muy divertido! Atreverme a “ser” esos personajes que en mi “cordura” nunca hubieran sido posibles. Personajes negados, prohibidos, escondidos en un lugar de mi inconsciente, que guardan océanos de energía restringida, y que, al darles espacio para existir, me han llenado de luz y vitalidad, para: revisar creencias, remover máscaras y gestionar emociones.
Conocimiento no es sabiduría, y por mucho que hubiera leído sobre la sombra, sobre las cosas que pueden estarme deteniendo o estancando, el darle vida a esos personajes, redimen el potencial que es mi derecho de nacimiento, me regresan la dignidad de ser una persona completa, de pararme frente a mi propia vida, y caminar con la fuerza que me llena y me da un empujón hacia la libertad.
Hacer teatro en principio es jugar a “como si…”, y entrar a un mundo donde todo, absolutamente todo es posible. Puedo ser una niña de 9 años jugando a los soldados, o puedo ser un verdugo que hace sufrir a otro, o puedo ser una mujer abnegada de 70 años, un muerto o un vagabundo. Y “es mentira…. pero es verdad” ¿por qué? Porque no soy realmente ninguno de ellos, pero al darle vida a ese personaje, pongo aquellas cualidades, que sí son mías, pero tengo negadas. Le doy las palabras que no he podido decirle a nadie, y que han esperado largo tiempo para ser dichas.
Cuando somos pequeños, nuestra psique es como un inmenso campo lleno de experiencias, emociones y deseos. Pero a todos nos sucede, que en nuestro contacto con el mundo, vamos experimentando el dolor del rechazo, el miedo de ver las expresiones de alarma por algunos de nuestros deseos, que a los adultos aparecen como tóxicos, la impaciencia que produce nuestro enorme gozo en papá o mamá. Incluso si no fuimos nosotros mismos los que se metieron en problemas, cuando vemos que nuestros hermanos o compañeros del colegio son castigados y separados del resto, por decir o hacer algo, y tomamos la decisión de mantenernos por siempre, lejos de esa consecuencia. Así que, después de largos años de adoctrinamiento, vamos alejándonos de ese campo lleno de posibilidades y recursos, y nos convertimos en adultos viviendo a medias. Con vidas grises e incompletas, y sólo queda vivo en el recuerdo, aquel campo colorido y protuberante.
Nuestras emociones fueron apagadas, el erotismo congelado y los anhelos profundos guardados en un sótano obscuro y frío. Nuestra personalidad fue fabricada, silenciando nuestra propia naturaleza, hasta que la olvidamos y vivimos en un traje hecho a la medida de la sociedad.
Y al vivir reprimiendo y rechazando lo que pienso y no digo, lo que quiero y no hago, voy disociando mi existencia, lejos de esas partes de mí, viviendo lejos de mí en mi propia piel, lo cual da lugar a muchos de los problemas intra e interpersonales que vivimos a diario.
El teatro es un recurso idóneo para reclamar, usar y disfrutar de mi totalidad, es la puerta de regreso a casa, el pasaporte a la libertad. Me da la oportunidad de integrar todo aquello que cuando fui niña, tuve que relegar, para sentirme a salvo, para no perder el lugar que necesitaba tener para sobrevivir.
Y evidentemente ya no soy esa niña, he crecido, mis necesidades han cambiado, pero en lo más profundo de mí, sé que en ese juego teatral, hay mucho que es verdad, y poco es mentira, en la dramatización no sólo voy a quitarme la vergüenza, sino que voy a ganar libertad para actuar en la vida, y eso me lo voy a llevar como una experiencia integrada, porque lo que cada personaje revela de mí, me devuelve un poco de valentía, confianza y libertad.
Mi cuerpo guarda en su memoria, un ejercicio en el último módulo de teatro, en el que, después de sumergirme en la experiencia de habitar un personaje reprimido por años, mis brazos estaban abiertos para soltar y dejar ir cosas que necesitaban ser liberadas, y a la vez para recibir lo que no había podido recibir por seguir cargando pesos que no me correspondían. Mi voz se hizo fuerte y clara, para responder con madurez psicológica a fuertes críticas que internalicé mucho tiempo atrás. Ese momento se mantiene vivo en mí, y me acompaña hoy cada vez que me exijo demasiado, que me cargo responsabilidades que no son mías, me recuerda que soy digna de existir, sin sacrificarme, que puedo ser sin depender, y cuando lo olvido, me repito “esto es verdad… pero es mentira”.
Gracias Néstor.
Por Adriana Romero – De Lille.